lunes, 29 de agosto de 2011

HOMBRE CAZADO



        Salir del juzgado después de divorciarse y tener que lidiar con la cotidianidad, es algo raro, tal vez no duro, pero sí extraño. Pretender que la experiencia de dejar a alguien es tan vacía como ir a comprar unos chicles a la tienda, me resulta sumamente agotadora. Sobre todo cuando uno empieza a mirarse en los espejos de la memoria: los planes, los sueños, el sexo, las sonrisas, las supuestas mariposas en el estomago y todas esas mentiras de mierda que nos han contado una y otra vez, por los siglos de los siglos, amén. Todas y cada una de esas cosas reducidas a mero polvo.              

Me hubiera gustado que mi relación con Raquel durara más tiempo, que tratáramos de cerrar las grietas que la convivencia diaria había abierto en nuestra relación. Por aguantar un poco más hubiera intentado un sinfín de cosas: volvernos swingers, viajar cada uno por su lado, tomar terapia de pareja, hacer yoga, meditación Zen, meternos Valium, renunciar a todo y volvernos hippies, que sé yo, lo que fuera. Pero esto ya no aguantaba más, nuestros lazos se volvieron tan débiles y nuestra paciencia tan frágil que así tenía que terminar. Sinceramente pensé, creí, tuve una esperanza real en juntar mi vida con la de Raquel. Ella, si bien no era la mujer más guapa del mundo, sí representaba muchas cosas que yo había buscado por largo tiempo. Lo más emocionante de ella era que tenía un alma transparente. Jamás me trató mal o me hizo una escena, nunca lloró por razones tontas y/o argumentos románticos, amén de nunca usar sus cambios hormonales como pretexto para prenderle fuego a nuestra relación, es más, creo que veladamente ella siempre me mandaba señales para huir de cualquier tipo de locura femenina provocada por los ríos rojos. Y yo correspondía a ello tratando de dejar de ser aquella bestia llena de estiércol en la cuál, dados mis diversos traumas, a veces me convertía. Pero sobre todas las cosas, lo que más amé (y amo y amaré) de Raquel fue que las mentiras eran para ella un tabú: nunca mencionó una mentira, jamás trató de “maquillar” la verdad. A veces me decía cosas hermosas, otras más era un terrible heraldo negro, pero siempre estaré agradecido con ella por decirme la verdad. En ese sentido, Raquel era una persona, ya no digamos bella, sino hermosa.   
Para su desgracia, le tocó conocerme. Y peor aún, enamorarse de mí. No es que yo sea mala persona o un fatalista de primera línea, sino que a mí, por alguna extraña razón que desconozco, me gusta revolcarme en ciertos charcos, me encanta el hecho de destruir lo que amo, más o menos como hace el ser humano con cualquier cosa que se le atraviesa en el camino.   En otras palabras, si tuviera que describirme, yo sería un dibujo burdo, meras líneas sin expresión, un monito hecho de palitos y círculos, mientras Raquel sería una obra de Caravaggio.           
En este otro sentido, yo soy un ser humano hasta la ignominia de la simpleza. La ecuación de su vida más la mía no tenía mejor resultado que el hoy existente. Porque por más que la belleza sea un cobijo para la humanidad, hasta ella arruga la nariz cuando huele azufre en el aire. Y así fue: el causal de nuestro divorcio fue un caso de infidelidad. Obviamente mía. ¿Por qué? No lo sé, en verdad no lo sé. Sería el miedo a imaginarme con hijos (que gracias a cualquier fuerza universal, no llegaron en nuestros casi 3 años de matrimonio) a los cuales llevaría a algún centro comercial los domingos, para meterlos al cine y retacarlos con porquerías, mientras yo en plena metamorfosis me convertía en un hombre de barriga prominente pero ambiciones nulas. Habemos ciertas aves que le tememos a la estabilidad, que nos gusta que el pantano nos manche el plumaje. 
Total, cuando empecé a dar clases en la universidad (cerca de la fecha en que Raquel y yo cumplíamos nuestro primer aniversario), pensé que estaba en una etapa completamente diferente de mi vida: tenía un trabajo estable, una esposa, un auto y una casa. Me mantuve sonriente nueve meses, pero de pronto, casi por generación espontánea, parí una idea en mi mente, un anuncio luminoso de color carmín: peligro, te estas volviendo adulto. Para ciertos patéticos como yo, este tipo de pensamientos resultaba igual de peligroso que jugar con pirotecnia en una gasolinera. A pesar de saber esto pensaba, con un placer masoquista, que cualquier día existiría una posibilidad de usar los fósforos en mi cabeza, de hacer posible la transgresión contra lo que me dictaba el tiempo a través de mi edad. La escuela fue la última opción a considerar como campo de cultivo para mis lances al abismo, y creo que por ello la historia ocurrió como ocurrió. 
Lo recuerdo bien, aproximadamente por Agosto (un par de meses después de haber cumplido dos años de casado), el primer día de clases la vi. Una chica de 21 años, piel morena, ojos grandes y expresivos, cabello negro y liso, como una oscura cascada que invitaba a nadar por los océanos de su rostro, uno perfectamente simétrico, la nariz perfectamente afilada, un cuerpo que resultaba una invitación constante al pecado a pesar de su corta estatura, además de unos labios embriagantes que cada que dibujaban una sonrisa uno sabia que esta mujercita y sus atributos era capaz de levantar imperios y destruir ciudades. Una chica no solo guapa, sino sensual, todo un canto de sirena. Además, por sí no le bastara con el poderoso empaque que dios (o el diablo) le había construido, tenía una presencia embriagante, un poder de dominación increíble sobre (huelga decirlo) todos los hombres que la rodeaban. De haber nacido en un universo alterno, ella podía haber sido Hitler con senos. Su nombre: Sara.   
Pues bien, la pequeña dictadora se volvió, al paso de casi tres meses, en la sensación de toda la escuela. De vivir en Estados Unidos e ir al college, ella sería la reina de las porristas, la chica que se hace novia del mariscal de campo, la que domina todas y cada una de las relaciones sociales del universo juvenil, es decir Cleopatra meets Barbie.
Mi relación con la nueva duquesa del campus fue, en un principio, igual a la que tenía con todos mis alumnos: saludos cordiales, consultas sobre algún tema tratado en clase, alguna sonrisa (más obligada por la formalidad que resultado de una verdadera simpatía) cuando por casualidad nos encontrábamos por los pasillos, etc.                 
A eso se resumía mi interacción con Sara, el objeto del deseo de casi toda la escuela. Debo decir que por mi mente nunca cruzó la idea de ampliar mi relación con la morena lolita, es decir, jamás contemplé la posibilidad de construir algún lazo sólido con la susodicha. Eso es lo que resulta aún más raro: yo que quería invocar al demonio para dar un salto al vacío, nunca entendí que él ya se había aparecido en la forma de una ninfeta de 21 años.            
Yo seguí normal en la universidad, es más, a veces parecía un fantasma dentro de la misma, pues mi mente estaba elucubrando algún plan para sacudirme la (supuesta) piedra del aburrimiento y la rutina. No veía forma alguna de hacer posible mi acto de escapismo de una realidad a la que le veía cara de plomo, que hacía que todos los días terminara hastiado, fastidiado, cansado. Pero una tarde en la cuál observaba el cielo gris desde la ventana de mi cubículo, el diablo tocó a la puerta: Sara me preguntó si podía entrar. Le dije que claro, que no había problema. La invité a tomar asiento al tiempo que le preguntaba que necesitaba. Profesor, me dijo, tengo problemas con la materia, existen ciertas cosas que se me complican y necesito su ayuda. Mientras pronunciaba estas palabras, sus ojos se prendían como supongo lo hacían los de Medusa: el hipnotismo había comenzado. Yo le contesté que la ayudaría en todo lo que pudiera, solo que estaba a punto de irme a casa, pero que con todo gusto la recibiría otro día. Ella me dijo que estaba bien, que cuando yo pudiera, que me lo agradecía mucho, en verdad mucho. Así fue como quedamos en tener una cita de asesoría unos cuatro o cinco días después.            
La fecha marcada llegó y ella se apareció con 10 minutos de retraso. Recuerdo este hecho pues ese día fue la primera vez que se disculpó conmigo con esa sonrisita que era un embrujo y un milagro a la vez. En fin, Sara y yo empezamos a frecuentarnos, primero so pretexto de las asesorías, hasta que un día ella me invitó a una exposición de Leonora Carrington, su pintora favorita y de paso una de las mías. Cuándo Sara me propuso salir con ella, en mi mente aterrizó con la precisión de un reloj suizo la idea que había perseguido por meses: Sara era el salto al vacío.                   
Ese día fue la primera de un sinfín de futuras veces que le mentí a Raquel, pues ella pensaba que en realidad yo estaría con Francisco, mi mejor amigo, comprando libros en el centro de la ciudad. Ella no sintió ni el más mínimo peligro, ni la más remota sensación de mentira de mi parte. Mientras tanto yo me sentía como cuando te vas de pinta por primera vez o decides no entrar a una clase: una emoción idiota, púber, casi pueril de transgredir lo que se supone inmaculado.    
No quiero aburrir con detalles sobre el primer saludo con Sara fuera de la escuela (por cierto, la primera vez que me abrazó), de cómo su personalidad avasalladora fue conquistando terreno en mi débil carácter, la risa que me daban sus tontas preguntas y comentarios, la forma en que me tomaba a veces de la mano, como si se tratara de un accidente, o me acariciaba la espalda mientras yo miraba un cuadro de la Carrington. El día se fue entre esos y otros detalles que se me escapan de las entendederas. Sin embargo, lo realmente rescatable, el primer dato a recabar de la caja negra de mi avión estrellado, radica en el hecho de que, tras un par de meses de convivencia (casi) diaria, Sara me dijo, entre muchos rodeos y una coquetería casi infantil, que yo le gustaba. Que me veía y le parecía un hombre hermoso, que admiraba mi inteligencia, la forma en que me conducía y mi capacidad de no ser ajeno a los estudiantes, sino tratarlos como iguales. En ese momento mi ego se infló tanto que, lo juro, sentí como si un globo aerostático subiera de mi estomago al pecho derribando cualquier atisbo de sentido común a su paso. Me quede helado sin saber que responder y ella solo me dijo, con esa vocecita perversa que tiene al momento de disculparse (falsamente) por algo, perdona, se que eres casado, pero no podía resistirlo más, en verdad me encantas, también se que lo nuestro es imposible, pero al menos quería confesarlo, quería que tu lo supieras. Yo seguía hecho una estatua, me congelé por completo. Aunque bien el terrorista que llevo por dentro esperaba que Sara me hiciera una confesión similar a esta (por no decir igual), uno nunca está realmente listo para una cosa así. Como seres humanos creemos que algo de lo que hacemos o de lo que está allá afuera puede ser controlable de algún modo, pero es imposible: estamos a la deriva todo el tiempo, pero gracias a nuestro ensimismamiento, siempre pensamos que somos el centro del universo y por ende tenemos todo bajo control.       
No sé realmente cuánto tiempo duré en silencio después de su confesión, pero para mi fue una eternidad. Sara reaccionó a mi mutismo con una rara mueca, un gesto que solo le he visto a ella, en el cuál pareciera que toda la tristeza del mundo la consume. Acto seguido lloró, me dijo algo que no entendí (o no quiero recordar y mucho menos tratar de entender), se dio la vuelta y caminó hacía su casa. Yo, gracias a mi afición por cierto tipo de cintas y libros románticos, la alcance sin decir palabra, la tome del brazo, hice que girara hasta tenerla otra vez frente a mí, le tome la cara y la besé. En ese momento sellé el pacto y de un solo golpe de timón por parte de mis deseos mi vida empezó su deconstrucción.    
Sara se volvió mi mundo, o más bien, ella me convirtió en un sirviente de su universo. Yo me comportaba cada vez más distante con Raquel, con sus cosas, con sus muestras de cariño. Sara mientras tanto, estaba ahí, pero no estaba: a veces me hacía el amor en mi cubículo, me regalaba películas, libros, me invitaba a su departamento donde comíamos y cogíamos de manera deliciosa, mientras otras veces simplemente desaparecía, algunas otras me comentaba que salía con amigos, con amigas, que se iban de fiesta a su departamento y entonces yo me sentía solo, viejo, aislado, sin futuro pero con mucho pasado, con un costal en la espalda lleno de cosas rotas.   
 Hubo un par de ocasiones que en sus ausencias, pensé que me estaba muriendo de viejo (una ridiculez pensar eso a los 30 años, pero sucede). Supongo que también eso me atraía de Sara: volver a sufrir una ausencia adolescente, hacer el amor con pasión escolástica, como si sus papás fueran a aparecerse en cualquier momento en su departamento mientras lo hacíamos y yo tuviera que escapar en calzones por su ventana, no dar clase por estar acostado con ella mientras fumábamos marihuana desnudos (actividad que, sobra decirlo, era un disparo en la nuca a mis intentos por ser alguien productivo). Me gustaba sentir celos de sus compañeros, de sus amigas lesbianas y de todo aquel que la observaba como una diosa inalcanzable. Creo que hoy me doy cuenta que sentía una estúpida satisfacción al saber que yo la poseía sin darle algo más que mi experiencia y mis supuestos conocimientos en diversos temas, habilidades con las cuales su Elektra interna brincaba de alegría; mientras ella significaba mi desprendimiento del mundo adulto, pues Sara era mi caminar por el desierto, el acantilado al cuál brinqué, los dados trucados a los cuales aposté mis ganas adolescentes de estrellarme contra la nada.            
Mientras tanto Raquel me parecía cada vez más estable, cada vez más no solo el presente perfecto, sino el futuro soñado por un sinfín de personas. Por eso mismo no lo soportaba, yo estaba harto de tanta felicidad pues me dí cuenta que ésta resulta profundamente aburrida, sosa, de carácter autista, a menos claro, que estés bañado por sus aguas. Yo mismo fui empapado por sus corrientes, hasta que decidí ponerme el viejo y oxidado traje de buzo. Me sumergí en otra clase de aguas para encontrar aquello que bien a bien no sabía que era y sin embargo tenía la certeza de encontrarlo. Sara no solo era ese tesoro ilusorio, ese algo al cuál asirme, sino que además su cuerpo era un océano de deseos por consumar.                    
Tan convencido estaba de esta situación que un día me cansé de ir lapidando mi relación con Raquel y decidí dar un estacazo final.             
Una noche mientras cenábamos, como si se tratara de un relámpago que corta el silencio y la oscuridad en el aire nocturno, le disparé mi confesión: Raquel, no estoy feliz, nada feliz, le dije. Ella soltó su tenedor y me vio con una cara tan angustiante que parecía que lo que le había confesado es que tenía cáncer y me iba a morir en dos días. Me tomo la mano y me preguntó ¿Qué ocurre mi amor? Y yo desde mi imaginario caballo blanco napoleónico, con una falsa actitud de dictador, le dije que ya no me sentía a gusto, que me faltaba algo, no sabía bien que, pero algo que ella ya no me estaba dando, algo que nuestro matrimonio ya no brindaba. Ella solo se limitó a bajar la mirada y empezar a llorar. Yo estúpido y pusilánime, solo pude acercarme a ella, tomarle la mano fríamente mientras ella sollozaba y mirar el reloj en la pared: 9:25 señalaban sus manecillas y yo pensé ¿Qué estará haciendo Sara ahora?            
Al día siguiente (por enésima vez) no fui a la universidad pues empecé a juntar mis cosas para mudarme a otro lado. La decisión y el plan eran claros: la figura de Sara me brindaba la posibilidad de comenzar de nuevo, de no dejar de crecer para nunca empezar a morir de adultez, de aburrimiento, de estabilidad con olor a naftalina. Sara salvavidas, Sara levanta muertos, Sara mi majestad, la reina del azar.    
Esa misma noche llamé a Sara desde el hotel donde me quedaría toda la semana mientras encontraba un lugar donde vivir mi nueva vida. Le dije que ya no iba a vivir con Raquel, que las cosas ya no funcionaban con ella y que empezaría desde cero. Ella solo me contestaba con monosílabos afirmativos. Yo le dije que si quería pasaba en un par de horas por ella para que durmiéramos juntos, pero ella me contestó que no podía, que tenía un examen muy difícil al día siguiente. Si quieres te ayudo, le dije, pero ella me decía que en verdad no podía, que necesitaba hacer eso y más cosas, que resultaba imposible. Yo, un poco decepcionado, solo le dije que estaba bien, que era una lástima que no nos viéramos, pero que tendríamos mucho tiempo después. Ella me dijo sí, claro, por supuesto, lo cuál era una respuesta agradable, pero existía algo torcido en sus palabras, algo raro, pues lo mencionaba con una especie de desinterés, como si me siguiera la corriente y nada más. De inmediato achaqué este comportamiento a sus estudios. Claro, me dije, no puede mostrar emoción pues esta concentrada en su examen de mañana. Le dije que la quería a lo que ella respondió con un seco y oxidado te amo, le deseé suerte y colgamos. Por primera vez en meses sentí un escozor en el pecho, pero no ese que me alegraba al darme cuenta que podía celarla como un adolescente, sino esta vez el picor era venenoso, inclusive amargo. Sara había anidado sus huevecillos enfermizos en mi corazón.        
Al día siguiente me aparecí en la escuela a primera hora con el único interés de verla ya que a esas alturas en lo último que pensaba era en mi profesionalismo. Dí un par de clases las cuáles resultaron la mar de caóticas, pues lo único para lo que alcanzaba mi mente era para jugar al policía con Sara: en mi mente entretejía teorías para encontrar a mi Lolita personal. La imaginaba en clase, la visualizaba en la cafetería, bajo la regadera en su departamento, desayunando con esa amiga lesbiana que tanto detestaba yo, en fin, mi cerebro era un mapa completo que señalaba el camino hacia Tierra Sarita.   
Después del letargo de una tercera clase en la que de plano ya no entendía ni lo que estaba diciendo, decidí buscarla por otros lados. Bajé de la segunda planta del edificio de Ciencias Sociales y me encontré en el camino a Fernando, su íntimo amigo y confidente, amén de jugar el papel que le corresponde a todos y cada uno de los jóvenes de esta tierra: el del mejor amigo que estará eternamente enamorado de la chica en cuestión. Fernando era el único que sabía mi situación con Sara, hecho que me llevo a sudar frío un par de veces, pues pensé que el amiguito de Sara podía soltar toda la sopa como venganza a los desaires que ella le hacía cuando estaba conmigo. Pero no, Fernandito se tragó el alimento del rencor de un bocado y sin chistar, puesto que Sara se lo había pedido así. Con esta certeza me acerque al susodicho, quien me saludo entre sorprendido y espantado, incluso cuando apreté su mano la noté temblorosa y ligeramente húmeda. ¿Cómo está profesor? me preguntó, a lo que yo le respondí (con un abandono total de sentido común) con otra pregunta: ¿Oye Fernando, has visto a Sara? Me dijo que no, que no había ido a la universidad desde el día anterior y que incluso hoy se había perdido un examen. Le dije que yo había hablado con ella anoche y que todo sonaba bien, que si él no sabía algo que le hubiera ocurrido, a lo que me contesto que no sabía nada, que según él todo estaba perfecto pues había platicado con ella por Messenger las noches anteriores a su ausencia.         
En ese momento me dieron unas ganas locas de ir corriendo a su departamento, pero algo incomprensible me detuvo y seguí charlando con el mejor amigo/amiga de Sara, hasta que de pronto me vi perdiendo mi tiempo con un muchacho completamente patético y oligofrénico. Corte la conversación con Fernando y me dirigí a mi auto con la plena convicción de ir al departamento de Sara, el cual quedaba a 15 minutos en coche. En mi vorágine por buscar su figura me olvide de firmar mi salida, cosa que en ese momento ni siquiera cruzó por mi mente, pero que después me costaría casi el despido. Me sentía como un detective de lo metafísico pues mis pistas no estaban sentadas en la empiria sino en la mera especulación y en el atar de los pocos cabos que tenía en mente.  
Llegue al edificio en el que ella vivía, toque el timbre, pero nadie contestaba, así que mi preocupación aumentaba. Le llamé a su celular, pero no contestó. Me puse en alerta roja. Esperé casi 20 minutos hasta que alguien saliera de su edificio y por ende me abriera la puerta principal. En el momento en que aquella puerta de cristal se abrió, yo corrí al interior y subí las escaleras como si tuviera que batir algún récord de velocidad. Cuando llegué al número 27 que tantas veces había visto, toqué a la puerta mientras resoplaba en aras de recobrar el aire perdido por mi carrera en las escaleras, donde la gasolina que me impulsaba era la paranoia hermanada con la fatalidad. Nadie abrió a pesar de que estuve más de 10 minutos tocando la puerta constantemente. Sentí que la cara se me derretía de la angustia de permanecer en la incertidumbre, ya no solo de su paradero, sino ahora de su seguridad, de su integridad. México es un país donde la seguridad personal y por ende la vida se balancean a diario en la cuerda floja. Y para una mujer era peor, pues ninguna fémina tenía bastón para equilibrarse, ni red de protección, ni nada. De hecho, cuando de mujeres se trataba (y se trata y tratará por algunos funestos años más), hasta la cuerda de la vida estaba roída por la mitad.             
Con la terrible idea de mi Dulcinea sucumbiendo al peligro, cayendo al abismo, no me quedó más que sentarme en la entrada de su edificio a esperar alguna señal de vida. Recuerdo que en ese lapso de tiempo fumé unos 4 cigarros, mire el celular más de 50 veces para saber la hora, marqué otras 73 para tratar de contactarla, escribí algo en mi cuaderno que prefiero olvidar, pensé en Raquel un par de ocasiones y sentí hambre. Mucha hambre pues no había comido nada, así que decidí ir a la fondita que estaba a espaldas de su edificio, no sin antes pensar, otra vez montado en el auto de la paranoia y el horror, que en el momento en que me levantara de mi guardia ella se aparecería como un fantasma a mis espaldas y yo permanecería carcomido por la angustia mientras ella estaría sana y salva en la comodidad de su hogar. Estaba en eso cuando mis tripas rugieron y pensé que por más buen hombre de guardia que fuera, no podía estar sin alimentarme un segundo más.        
Mientras caminaba a la fonda revisé mi cartera para contar el dinero con el que disponía. Justo después de contar 254 pesos exactos, levanté la mirada, observe la entrada del lugar conocido como Doña Maru y me quede helado: la puertita de madera era abierta por un hombre, el cual la sostenía cortésmente para que una mujer saliera del local. Quien salía era Sara. Quien sostenía la puerta era mi amigo Francisco, también profesor de la universidad.        
En ese momento no sentí coraje, ni celos, ni rabia, ni puños ardientes o cólera desatada, simplemente (y por extraño que parezca) me tomé con la mano la nuca en búsqueda de algo que bien a bien, aún hoy, no se que era. Me mire la palma de la mano y no tenía nada. De pronto la vista se me empezó a nublar, mi cuerpo tembló y decidí sentarme en la banqueta. Vi a mi mejor amigo y a Sara (o mejor dicho, a sus siluetas) abordar el auto de Francisco y partir con rumbo desconocido. Ellos ni me notaron.                 
Sentado en la banqueta, levante la cara al cielo, cerré los ojos y otra vez me tomé el cuello. Mis dedos buscaban alguna señal, como si algo no anduviera bien con el soporte de mi cabeza. De hecho tuve que girar la misma para entender que seguía ahí, que no se me había caído. Después de los giros, dirigí mi mirada al piso y me tomé la frente. En mi cabeza volvieron a aparecerse las figuras de Sara y Francisco, pero esta vez no los vi salir de la fonda muy sonrientes, sino, con unas ganas terribles de sentirme pusilánime,  los imaginé fundidos en un beso, sus cuerpos desnudos hechos nudo, Sara encima de mi mejor amigo haciendo todo aquello que yo suponía, solo hacía conmigo. En cuanto estas fotografías asaltaron mi mente, sentí claramente como unos dientes minúsculos pero extremadamente filosos se clavaban en mi nuca como si se tratará de una invasión de termitas o la picadura de una araña. Rápidamente me volví a tocar la nuca y nada: mi mano estaba sin rastro alguno de la sensación que me poseía y me poseyó durante el resto del día: sentía que mi cuello había sido cercenado por esas pequeñas bestiecitas imaginarias y que mi cabeza no existía más.             
Me dirigí al hotel en el cuál me hospedaba, en estado zombie. En verdad creo que ese día, al menos por esos momentos, mi cabeza se vació. Era un árido desierto de ideas, tanto que incluso no recuerdo bien a bien como es que llegué al cuarto, pues mi mente pasaba por un proceso similar al que tenía cuando me emborrachaba de joven, en donde todo lo que pasaba a mi alrededor estaba cubierto por papel celofán: no distinguía cosas nítidas, sino solo siluetas blancas o transparentes de personas y cosas.           
El golpe de realidad vino en cuanto encendí las luces de la habitación. Miré todo lo que había en ese cuarto (mi ropa regada en la cama, el piso sucio, tapizado de unas manchas negras rarísimas que hoy me parecen tenebrosas, un tocador horrible; mi desodorante y otros artículos en el lavabo del baño, todo en un perfecto desorden, una lata de refresco y un cenicero con algunas colillas sobre una mesita redonda) y me dí cuenta que estaba solo. Y perdido. Que en esa idiotez mía de buscar en el laberinto de la vida un hueco por donde colarme, acabé siendo aplastado por la abrumadora realidad: no sólo no encontré lo que buscaba, sino que perdí lo que tenía. En ese momento me senté a la orilla de la cama, repasé con la mirada mi contexto y empecé con un ligero sollozo, hasta que pasados unos segundos, me solté a llorar.         
Apareció en mi mente la imagen de Sara como una Erzebeth moderna que mostraba orgullosa en la punta de su lanza mi cabeza serruchada. Los dientes diminutos que había sentido antes en el cuello tomaron una nueva y funesta lógica. Pensé en Raquel y el refugio que ella significaba. Me visualice como una bestia que escapa a las profundidades del bosque por el miedo a ser domesticada. Una bestia que se fue sin decir gracias o adiós, una bestia fantasmagórica que un tiempo tuvo un hogar al cual amarrarse, pero del cuál decidió huir para diluirse en la neblina. Una bestia de la cuál no se tienen noticias tras su escape hasta que, un tiempo después, se encuentra su cuerpo asesinado por el salvajismo propio de la vida, de la naturaleza.       
Sara era una cazadora, un animal que domina todos los trucos y todas las condiciones de esta selva cotidiana. La veo afilando los dientes, agazapada, esperando la oportunidad de ver al venadito en el que me convertí antes sus ojos depredadores (y que ahora era Francisco) retozar confiado para hincarle los colmillos al cuello y arrancarle la cabeza: un trofeo más. La naturaleza no solo son flores y aves volando. O mariposas y árboles a los cuales tomarles fotografías, sino que también es poseedora de una maldad primigenia, terrible, asesina, pero no por ello menos bella, sino aterradoramente seductora. Justo como era (y supongo que es) la esencia de Sara.    
Raquel por otro lado, era una exploradora que defiende a aquellos animales incapaces de defenderse ante la crueldad de los seres dominantes. Ella lleva de la mano a aquellos que no pueden adaptarse a la evolución, que son torpes y primitivos. Raquel no solo los guía, sino que se preocupa por su bien. Sabe que detrás de las máscaras más bellas se pueden esconder verdades oscuras, como si debajo del agua cristalina acechara una sombra espantosa, un depredador letal y despiadado. En ese sentido, Raquel es una denunciante del mal, una protectora. Raquel es una sanadora del cuerpo y del alma.                  
¿Y yo? Hoy terminé el largo proceso de metamorfosis que comencé desde el momento en que pensé que era mejor saltar al abismo que quedarme a contemplarlo desde la orilla.  Al firmar el acta de divorcio, también finalicé mi mutación.        
Soy una bestia estúpida, asustada y mutilada. Tengo heridas profundas por todos lados y sangran, pero no tengo nada con que sanarlas, pues Raquel se ha ido para siempre. Podría lamerlas o podría llorar por ellas pero me es imposible: desde aquella tarde fatídica me quede sin cabeza. Tal vez por eso no recuerdo nada con claridad después de verme llorando sentado en la cama de aquel hotelucho. Desde esa tarde soy como esas gallinas a las cuales les cortan la cabeza y el cuerpo se mantiene no solo en pie, sino que además corre como buscando lo perdido hasta que se estrelle con una pared y  suceda lo inevitable: la caída del cuerpo inerte, la muerte.      
Por eso deseaba que mi matrimonio con Raquel durara un poco más, pues hoy que tengo la completa certeza de haberla desterrado de mi vida, siento que la pared con la que me estrellaré esta cada vez mas cercana. Y no hay esperanza alguna, pues mi cabeza permanece empalada en la lanza de Sara la cazadora.   
Pero la tragedia mayor (de la cuál me acabo de enterar hace pocos minutos) resulta en saber que esa lanza en la cual yace mi cabeza ha sido confinada al olvido en alguna parte de esta terrible jungla, su destino será pudrirse y oxidarse con el paso del tiempo.
Justo al salir del juzgado un suceso mayor (y por el cuál he recordado toda esta historia) me esperaba. Con la cabeza aún en las nubes recibí una llamada inesperada. Mire la pantalla del celular y se dibujo en pequeñas letras negras su nombre: era Sara. Después de un saludo frío, más cercano a un engorroso trámite que a una verdadera cortesía, me soltó sin más la noticia. De golpe y porrazo, Sara dibujó frente a mí aquella pared con la cuál yo no quería toparme: en un mes se convertirá en la esposa de mi amigo Francisco y él le pidió que me llamara para invitarme a su boda. Sara dejaría de coleccionar cabezas. Solo acerté a decir ok, tan estupefacto e ido como si de pronto hubiera visto a mi tía Florencia, la monja, vestida como puta y ofreciendo sus servicios en la calle. Bajo el mismo efecto la voz de Sara se volvió un ruido blanco e inentendible. Colgamos y con los ojos desorbitados, caí sentado en la banqueta del juzgado. En mi mente vi como mi cuerpo degollado se estrellaba contra un inmenso muro de hierro. Lo vi caer y con ello supe que algo en mi, si no es que todo yo, había muerto.          
En mi salto al vacío lo único que le pedía a la vida era que esta diera mil vuelcos. Hoy los ha dado y en el remolino terminé convertido en esto: un cuerpo sin cabeza que corre, que siente la pared cada vez más cerca, cada vez más grande, cada vez más inevitable. Que se estrella contra ella a la velocidad de la fatalidad y yace muerto a sus pies. Desde que decidí enrolarme en este proceso jamás imagine que terminaría como una bestia guillotinada, como un animal decapitado, acéfalo.   
Jamás pensé que terminaría siendo un hombre cazado. Cazado por la vida. Cazado por el azar. Cazado por el destino.