miércoles, 18 de enero de 2012

LA MARIPOSA Y LA ABEJA

Suele decirse (como creencia popular, como amuleto o como acto de fe) que el universo siempre es un juego de equilibrio, es decir, que todo el tiempo busca un balance, un peso igual para los contrarios. Incluso casi cualquier religión en el mundo maneja un sistema de valores binario: el catolicismo apela a esa moneda de dos caras nombrada Dios/Diablo o Cielo/Infierno (el Purgatorio es tan gris que no cuenta), el concepto del Karma, propio del hinduismo, se fundamenta en este mismo principio de equilibrio: si haces algo bueno, vendrán cosas buenas; si cometes un acto reprobable, será el propio universo quién te lo haga pagar.  
Así pues, a lo largo de la historia, encontrar ese equilibrio se ha vuelto menester para casi toda actividad humana. De hecho, quienes mejor saben al respecto de esto, son los chinos: nada puede simbolizar de mejor manera el balance universal que la figura del Yin-Yang. Sí, ese círculo bicolor que hemos visto tantas veces es la representación fidedigna de lo expuesto con anterioridad: la dualidad de todo lo existente. Según sus fundamentos, el Yin-Yang representa cualquier patrón binario, a saber: sonido/silencio, movimiento/quietud, masculino/femenino, etc.      
En este último punto quiero detenerme. El Yin-Yang no sólo es una figura geométrica armoniosa, sino que aspira a convertirse en metáfora y lección. ¿Qué aprender de este círculo blanco y negro? Que todo objeto, pensamiento, hombre/mujer, animal, etcétera, posee un complemento en alguna otra parte del universo, aunque dicho complemento parezca totalmente alejado del concepto original. Por ejemplo, para que la música exista, debemos tener antes el silencio. Para que el silencio exista, la música, el ruido o los sonidos, deben existir. Una parte es complemento de la otra, incluso cuando, en el papel, son antítesis uno de otro.            

En el fondo, el Yin-Yang busca un balance. Las fuerzas que se equilibran, que tienen el mismo poder de anularse o complementarse, vive en ese peculiar circulo cincuenta por ciento blanco y cincuenta por ciento negro. Y eso me pone a pensar en la representación que hemos hecho en el mundo occidental de la justicia: la imagen de una mujer con los ojos vendados, con una espada en una mano y una balanza en la otra. Al final, los pesos y contrapesos de los que habla todo acto espiritual humano, buscan a la justicia como fin.

Hace 70 años, en la ciudad de Louisville, Kentucky, nació uno de esos seres que tienen como meta encontrar el perfecto balance, el triunfo de lo justo por sobre todas las cosas: Cassius Marcellus Clay Jr., el hombre que saltaría a la fama con el nombre de Muhammad Ali, el más grande.  
¿Cómo es que Ali decidió convertirse en boxeador? La respuesta está una vez más en la justicia. Cuando Ali era aún el pequeño Cassius, este solía dar paseos en bicicleta por las calles de Louisville. Él era feliz en dos ruedas, pedaleando de aquí para allá. Hasta que un buen día se cruzó en su camino un muchacho unos años mayor que él. Tras discutir por unos momentos, el anónimo muchacho decidió que sería buena idea robarle a Cassius su amada bicicleta. Al hacerlo, el Muhammad que ya vivía en el primogénito de la familia Clay, dio su primera señal de vida: Cassius le gritó al muchacho que, la próxima vez que se encontraran, le daría una paliza. Ese día, Cassius decidió (por consejo de un vecino suyo) tomar lecciones de boxeo con tal de no sucumbir ante la injusticia de nueva cuenta. Desde ese día (y tal vez sin saberlo) el hombre que años después se haría llamar Muhammad, se convirtió en un peleador de la justicia.          
Famosos son los hechos que fundamentan esta idea: desde su afiliación constante a toda causa que luchara por los derechos civiles de la raza negra en los Estados Unidos, hasta su rechazo a ir a la guerra de Vietnam con el siguiente argumento: "¿Por qué me piden ponerme un uniforme e ir a 10000 millas de casa y arrojar bombas y tirar balas a gente de piel oscura mientras los negros de Louisville son tratados como perros y se les niegan los derechos humanos más simples? No voy a ir a 10000 millas de aquí y dar la cara para ayudar a asesinar y quemar a otra pobre nación simplemente para continuar la dominación de los esclavistas blancos".                
Lo dicho: Ali nunca dejó de pelear por la justicia. Por si ello no bastara, Ali también es un sabio y un artista de la vida. Trastocó el boxeo y el deporte para volverlos metáforas de la vida.  
Pocas cosas tan emocionantes, poéticas y conmovedoras como la pelea que sostuvo Ali con George Foreman el 30 de Octubre de 1974 en Zaire. La batalla mejor conocida como The Rumble in the Jungle, resultó más que un simple encuentro de box: se convirtió en un evento, en uno de los momentos cumbres de la historia del siglo XX.       
En una esquina, se encontraba Muhammad, con 32 años a cuestas, cuyas peleas eran cada vez más esporádicas y con una carrera que se encontraba (según los expertos) en el camino al retiro. Para muchos, esta pelea sería el fin de Ali. ¿Por qué? Simple: en la otra esquina se encontraba un joven fuerte que había maravillado al mundo del boxeo: George Foreman, quien llegaba al encuentro como el actual campeón de peso completo, además de contar en su palmarés con victorias apabullantes sobre Joe Frazier y Ken Norton, boxeadores que habían derrotado con antelación al mismo Muhammad. Además sus últimas ocho peleas habían terminado antes de los seis minutos. Con estas credenciales, parecía que Ali no tenía oportunidad alguna. Hasta que el día de la pelea llegó.

Contrario al estilo que lo hizo famoso (la velocidad de movimientos, el ataque incisivo) Ali decidió cambiar la estrategia. Se olvido de aquello que el mismo sentenció (“vuelo como una mariposa, pico como una abeja”) y preparó, más que los músculos, el cerebro: Foreman no sólo era más joven que él, sino más ágil, más fuerte y, sobre todo, más tenaz. Ali, en un momento de iluminación, decidió que no atacaría en la pelea, resistiría los golpes de Foreman hasta que éste último se agotara. Entonces sería el momento de atacar. Y así fue. Cuando uno ve la pelea (bendito YouTube) no sólo mira un magnífico encuentro de box, sino una batalla entre dos titanes, ambos dispuestos no a ganar, sino a no perder. Foreman se lanza una y otra vez contra Ali, como elefante en estampida, mientras Ali aguanta estoico, como las rocas frente a la marea. Rumbo al final de la pelea, se ve a dos hombres cansados, fatigados, que apenas pueden sostenerse en pie. Pero siguen y siguen en el mismo tenor: uno ataca, el otro resiste. Antes del último round, existe una toma a la cara de Ali: está cansado, suda, le duele todo el cuerpo, pero en sus ojos esta la rabia contenida, el mismo enojo que sintió el pequeño Cassius cuando le robaron la bicicleta. El momento de atacar había llegado. El round empieza de nueva cuenta con Ali sobre las cuerdas resistiendo los embates de Foreman. De pronto, como de la nada, el largo brazo de Ali conecta con furia la cara de su oponente. Después entra otro golpe. Uno más. Ali se lanza con toda la fuerza de sus puños. Foreman está desconcertado, lanza golpes a diestra y siniestra, pero conecta pocas veces. Ali con los brazos convertidos en dos aguijones. En menos de un minuto, Foreman yace en el suelo. Ali vuelve a ganar. La gente se le entrega. Esa misma gente a la que aludió cuando se negó a ir a Vietnam, lo alaba, lo congratula, lo lleva hasta el cielo con ese grito de batalla que Ali volvió un mantra desde su llegada a Zaire: “Ali Bumaye, Ali Bumaye” (Ali, mátalo). El pequeño Cassius volvió a ganar en un país necesitado de justicia. Ali sembró la semilla que años después haría que la gente del Zaire se sublevara contra un régimen dictatorial que los sumía en la más terrible de las miserias. Esa noche, Ali demostró que aunque todo esté en tu contra, nada puede detenerte si peleas con toda la fuerza de tu voluntad. Hoy Ali pelea contra un enemigo superior: el mal del Parkinson. El pequeño Cassius nació para demostrarnos que toda la vida es una intensa batalla a la cuál hay que ir listos para ganar, aunque en el fondo seamos conscientes que podemos perder. Es subir al ring aunque uno sepa que todo está en su contra. El chiste de la vida, como diría Roberto Bolaño, es subir a dar la pelea.            

Como colofón, justo el día que nació Ali, pero en el año de 1980, otro ser vio la primera luz en la ciudad de Los Ángeles, California. Su nombre: Zooey Claire Deschanel. A diferencia de Ali, Zooey nació en el glamour de Los Ángeles: sus padres son exitosos miembros del circulo hollywoodense (su padre es un fotógrafo ganador del Oscar y su madre actriz de cintas de David Lynch, por mencionar lo menos). Zooey además es una mujer sumamente bella: una piel blanca y suave como nube, facciones que servirían como ejemplo gráfico para definir la palabra bonito y, por si ello no bastara, los ojos más azules que he visto en mi vida. Además de todo atributo físico, Deschanel tiene un encanto particular que la vuelve irresistible. Aún cuando hace todo por ser odiosa (como en su papel en la cinta 500 Days of Summer) al final uno termina por rendirse a sus encantos. Y el lector pensará, ¿Qué diablos tiene que ver Zooey Deschanel con Muhammad Ali y el Yin-Yang? Seguramente nada, pero en lo que a mi respecta, se encuentran en todos los puntos. El cumpleaños de Zooey me hizo llegar al cumpleaños de Ali. Pensar en sus cumpleaños me hizo pensar en el Yin-Yang. Pensar en el Yin-Yang me hizo pensar en las lecciones que nos da el universo. Eso me hizo pensar en el combate de Ali contra Foreman. La belleza de la pelea me hizo pensar en la belleza de Zooey Deschanel y así regrese a la fuente original. Para mi, Deschanel y Ali son las personas que mejor me muestran el equilibrio de los opuestos, pues ambos me llevaron a una lección de vida. La lección de pelear por lo bello aunque no ganes. Tal vez es el mensaje oculto que me envía el Yin-Yang. O simplemente tenía que escribir esto para poner mi granito de arena en el equilibrio del universo. Como sea, Muhammad Ali, Zooey Deschanel, feliz cumpleaños.  

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